Empacho de colores para un daltónico

Que levante la mano quien no peque de novelero: Un tal Neil Harbisson se presenta como el primer ciborg de la historia, o al menos el primero al que así ha reconocido oficialmente un gobierno, el británico, que le ha permitido aparecer en la foto de su pasaporte junto al aparato que, conectado en la nuca, le cuelga sobre la frente, pues habiendo nacido con acromatopsia -esto es, viendo las cosas sólo en blanco y negro, como los televisores con los que se sintonizaba el UHF- gracias a ese “tercer ojo” puede sentir los colores, bien que oyéndolos más que viéndolos. Tan interesante historia, por verdadera y a la vez “científico-ficticia” (no se pierdan la entrevista que a Neil le hace Juan José Millás en El País), me trae a la memoria a una prima mía que de pequeña creía que el mundo antes de ella, en el tiempo de los abuelos, era en blanco y negro tal y como se lo confirmaban las fotos de familia. 

Tildar la creencia de mi prima de pueril es fácil, pero hay un modo más práctico de definirlo: la imaginación nos permite escapar de los corsés de la realidad y aceptar lo que en nuestro mundo es imposible, o al menos plantearnos su existencia. Entre la fe ciega en lo improbable que resulta muy cercana a la aceptación milagrera de la cotidianeidad y el escepticismo radical que lleva a cuestionarse incluso la exactitud de las propias experiencias sensoriales, existe una actitud abierta ante la vida, capaz de discriminar excesos no sin antes reflexionar sobre su veracidad. Que nuestro mundo sea azul no le quita valor a otra realidad de otro color de la que antes no hayamos tenido conocimiento, lo que puede parecer el mismo tipo de perogrullada que afirmar que a lo desconocido se llega por casualidad, por curiosa voluntad o con ayuda de terceros.

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